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Las reformas en materia de seguridad en Ecuador deben representar un primer paso, no el último

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November 2025

Las reformas en materia de seguridad en Ecuador deben representar un primer paso, no el último

Inmigrante venezolano se registra en Ecuador
Ramiro Aguilar Villamarín/OIM

El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, ha sancionado la reforma a la Ley Orgánica de Movilidad Humana, (LOMH) que impone controles migratorios más estrictos y permite acelerar los procesos de deportación. Esta medida representa un primer paso para responder a la violencia y recuperar la cohesión social en Ecuador; sin embargo, no debería ser el punto final de la discusión sobre cómo garantizar la seguridad y fortalecer el tejido social del país.

Si bien la reforma busca reforzar la seguridad nacional, la nueva ley parece haber identificado erróneamente las causas de la violencia que afecta a Ecuador. Al concentrar su atención en la población migrante como una de las principales fuentes de inseguridad, el gobierno podría estar desviando recursos institucionales y alimentando una narrativa que no resuelve su problema de fondo.

Ecuador vive una crisis de seguridad profunda y sostenida. La  tasa de homicidios pasó de 13,7 por cada 100.000 habitantes en 2021 a casi 43 por cada 100.000 en 2023, un incremento abrupto que ha transformado la vida cotidiana, alterado la relación de las comunidades con el espacio público y generado una demanda urgente por respuestas estatales.

En ese mismo periodo, la presencia de población venezolana en el país aumentó de 72.000 personas en 2018 a más de 440.000 en la actualidad —alrededor del 2,5 por ciento de la población nacional.

No es extraño que algunos hayan vinculado ambos fenómenos. Pero que dos hechos ocurran simultáneamente no implica que uno cause al otro. Esta distinción entre correlación y causalidad es esencial para garantizar que se promuevan y apliquen políticas públicas eficaces. La evidencia disponible muestra que la violencia en Ecuador responde a la expansión de economías ilícitas, las disputas territoriales entre grupos criminales y la fragmentación institucional—no a la llegada de migrantes.

Un estudio reciente del economista Dany Bahar en el Centro para el Desarrollo Global (CGD) demuestra que en 2024, solo el 1,3 por ciento de todas las detenciones en Ecuador correspondieron a personas venezolanas, pese a representar el 2,5 por ciento de la población. Entre 2019 y 2025, la proporción de arrestos a la población venezolana se mantuvo estable —entre el 1 por ciento y el 1,5 por ciento— incluso cuando la violencia y las tasas de homicidio se triplicaron. Además, cuando una persona venezolana es aprehendida, solo entre el 10 por ciento y el 15 por ciento de los casos derivan en detención formal, frente a un 35–40 por ciento en el caso de nacionales ecuatorianos. Estos datos muestran que vincular la migración con criminalidad no se sostiene en la realidad.

Más del 40 por ciento de los casos judiciales asociados a personas venezolanas corresponden a delitos contra la propiedad, generalmente vinculados a economías de subsistencia y vulnerabilidad derivada de la irregularidad migratoria. La participación en homicidios, secuestros o estructuras criminales organizadas es mínima y no muestra tendencia al alza. En otras palabras, aunque la nueva ley refuerza la narrativa de que la migración irregular constituye una amenaza directa a la seguridad nacional, la evidencia apunta a lo contrario.

Las nuevas disposiciones—acelerar deportaciones, exigir antecedentes penales, endurecer los requisitos de residencia—podrían desviar capacidades institucionales y recursos que el Estado necesita para atender las causas reales de la violencia.

Centrar el debate en el control migratorio puede agravar la exclusión de una población que ya vive en condiciones precarias, sin acceso pleno a educación, empleo formal o servicios de salud. Esta marginación no solo vulnera derechos, sino que también debilita la cohesión social y priva al país del talento y la productividad de miles de los recién llegados. Aquí es donde el gobierno de Noboa tiene una oportunidad: no declarar la tarea concluida tras la promulgación de la LOMH, sino impulsar una agenda de integración que contribuya tanto a la seguridad como al desarrollo del país.

La necesidad de una segunda fase

Para que las medidas de seguridad sean sostenibles en el tiempo, Ecuador necesitará avanzar hacia una segunda fase de su política migratoria, centrada en la integración. Esto implica reconocer que gran parte de la población migrante permanecerá en el país y que su inclusión social y económica es esencial para la estabilidad nacional. Un elemento clave de esta agenda de segunda etapa sería la implementación de un programa de regularización que permita la plena integración de la población migrante —en beneficio no solo de quienes migran, sino de la sociedad ecuatoriana en su conjunto.

Regularizar no elimina la criminalidad. Ninguna política lo hace por sí sola. Pero reduce la base social sobre la cual el crimen organizado prospera, y esa es precisamente una medida de seguridad efectiva. Por ello, la pregunta no es si Ecuador debe reformar su política migratoria, sino cómo hacerlo. Ahora que la reforma a la Ley Orgánica de Movilidad Humana—centrada en reforzar los controles de seguridad—ya ha sido aprobada, si el país la implementa partiendo de la premisa errada de que la migración es una amenaza, terminará actuando sobre una correlación que no refleja la realidad.

Externamente, la reforma a la Ley Orgánica de Movilidad Humana pone en evidencia una paradoja. Mientras Ecuador busca profundizar su cooperación en defensa e inteligencia con Estados Unidos, el discurso migratorio que adopta—centrado en el control y alineado con la retórica de Washington—no corresponde con los intereses reales que guían la política hemisférica estadounidense.

Pese a estas señales de acercamiento en materia de seguridad, el país está destinando menos recursos para fortalecer la regularización, la integración y los procesos de retorno voluntario. Esto limita seriamente su capacidad para manejar las consecuencias de las políticas estadounidenses, sobre todo si se concretan deportaciones a gran escala. Al concentrarse exclusivamente en el control, Ecuador replica el lenguaje de Washington sin convertirse en el socio estratégico que Estados Unidos realmente necesita. Para el gobierno estadounidense, los aliados más valiosos son aquellos que pueden recibir retornados o deportados, avanzar en procesos de integración y regularización, y ofrecer opciones que reduzcan la migración irregular.

Sin inversiones en estas capacidades, Ecuador se expone a una mayor presión sobre sistemas ya sobrecargados, al aumento de la inquietud en comunidades escépticas y al riesgo de que surjan tensiones sociales en un contexto marcado por preocupaciones de seguridad. Un enfoque más equilibrado frente a la movilidad humana no solo permitiría reducir estos riesgos, sino que también abriría oportunidades para acceder a apoyo de Estados Unidos y de otros donantes internacionales, ya sea para programas de reintegración sostenible o para prioridades más amplias como la seguridad y la estabilización del conflicto.

Además, la movilidad humana en Ecuador no se limita al ingreso. En los últimos años, más de medio millón de ecuatorianos han salido del país, muchos siguiendo rutas irregulares hacia el norte, a menudo en hogares mixtos con venezolanos u otras nacionalidades. Estas dinámicas, sumadas a las deportaciones desde Estados Unidos y México, podrían generar nuevas olas de retorno y tránsito mixto que el país deberá gestionar con urgencia. Una agenda de integración y reintegración no solo lo haría más coherente con los intereses de Washington, sino que también respondería a sus propias necesidades de gobernanza migratoria.

La evidencia regional demuestra que este enfoque puede traducirse en mayor seguridad, estabilidad y desarrollo. En Colombia, entre 2018 y 2022, los programas de regularización masiva atrajeron cooperación internacional —principalmente de Estados Unidos— y contribuyeron a modernizar sistemas de salud, educación y productividad rural, fortaleciendo sectores como el café y las flores. En Chile y Perú, políticas de integración laboral y permisos temporales ayudaron a reducir la informalidad y la tensión social. Un enfoque similar permitiría a Ecuador transformar la coyuntura actual en una oportunidad: pasar de una política reactiva y centrada en el control a una estrategia que combine seguridad, integración y desarrollo sostenible.

Por esta razón, la agenda de movilidad humana debe convertirse en un catalizador del Plan Nacional de Desarrollo y de sus principales prioridades—como la transformación productiva, el desarrollo territorial y el fortalecimiento de los sistemas de protección social. Una política que combine integración, vinculación con la diáspora, retención y desarrollo de talento, y movilidad laboral puede traducirse en un verdadero impulso productivo.

La integración—a través de la regularización, la formalización de trabajadores y emprendedores migrantes, y un mejor acceso a servicios—amplía la base tributaria, fortalece los sistemas de salud y educación, y estimula la inversión y el consumo. Paralelamente, la vinculación con la diáspora y la atracción de talento extranjero expanden capacidades e innovación, mientras que las remesas y la movilidad laboral generan nuevos flujos de ingresos y cooperación. Solo las remesas representan hoy más del 6 por ciento del PIB de Ecuador—más que sectores tradicionales como el banano o el cacao— y su potencial puede crecer aún más si el país logra articular esta agenda con su visión de desarrollo productivo y territorial.

Transformación de la arquitectura institucional

La actual arquitectura institucional para la gestión migratoria en Ecuador sigue siendo fragmentada. Las competencias se distribuyen entre distintos ministerios y niveles de gobierno sin un mecanismo claro de coordinación ni una narrativa común frente a la ciudadanía. Esta dispersión ha dificultado traducir la evidencia en decisiones concretas y alinear la política migratoria con las prioridades nacionales de seguridad y desarrollo.

Por ello, el país debería considerar ajuste institucional que fortalezca la coordinación desde un nivel estratégico —cercano a la Presidencia— que articule esfuerzos, unifique el discurso y mejore la comunicación con la opinión pública, sociedad civil y sector privado. No se trata de restar competencias a las instituciones existentes, sino de ordenar y potenciar su trabajo bajo una misma visión de Estado.

Lo que viene ahora será crucial. Esta “segunda fase—que va más allá de la reglamentación e implementación de la nueva ley y busca avanzar hacia soluciones de integración largamente necesarias—— determinará si Ecuador logra convertir una reforma reactiva en una política migratoria moderna y sostenible. Si se ancla en evidencia, diálogo y visión de largo plazo, la ley puede ser un punto de partida hacia un modelo que vea la migración no como una amenaza, sino como una oportunidad.

Su éxito dependerá del liderazgo político, la claridad narrativa y el respaldo del sector privado y la sociedad civil, que pueden ser aliados clave en la inserción laboral y la cohesión social. Una política de movilidad que reconozca los aportes económicos y sociales de quienes migran —tanto de los que retornan—, así como el potencial de su diáspora y del talento extranjero que el país puede atraer, puede fortalecer el tejido social, dinamizar la economía y contribuir a la estabilidad del país.

Invertir en integración (re) es, en este sentido, invertir en seguridad, prosperidad y futuro.

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